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Una ética militar para un mundo mejor

Fecha de creación

Lunes, Agosto 18, 2008 - 23:44


Las Fuerzas Armadas son una institución exclusivamente estatal, que tiene la fuerza de las armas. Pero ¿bajo qué condiciones el uso de la fuerza armada es legítimo? Ése es el interrogante al cual debe responder la ética militar. Para un militar, obrar en pos de un mundo mejor significa conciliar la necesidad, a veces, de usar la fuerza, con la exigencia del principio de humanidad, según el cual todos los seres humanos pertenecen a una humanidad común y tienen derecho al respeto de su vida, de su integridad y de su dignidad.

Este articulo contiene apuntes para una possible y necesaria ética militar, tratando aspectos tales como la legitimidad de recurrir a la guerra y de las formas de llevarla a cabo.

Una ética basada en el principio de humanidad.

La conciencia de la unidad del género humano se ha ido imponiendo progresivamente con el correr de los siglos.

Paradójicamente, podríamos pensar que la magnitud de las regresiones a la barbarie en el siglo XX y el horror que generan las imágenes transmitidas por los medios de comunicación modernos han contribuido a ampliar esta conciencia plena hasta llegar a lo que denominaremos el principio de humanidad:

Todos los hombres, cualquiera sea su raza, nacionalidad, sexo, edad, opinión y religión, pertenecen a una humanidad común y cada uno de ellos tiene un derecho imprescriptible al respeto de su vida, de su integridad y de su dignidad.

Este principio, que se ubica en el centro del bien común de nuestro mundo ya global, se traduce en tres aspectos:

- la universalidad del hombre
- el valor de la persona humana, de su vida, de su integridad y de su dignidad
- la exigencia que tenemos todos de obrar en pos de un mundo mejor.

Las Fuerzas Armadas: una institución exclusivamente estatal, que tiene la fuerza de las armas.

Las Fuerzas Armadas son una organización que tiene el poder que le dan las armas con las cuales está equipada. En otras palabras, tiene el temible poder de provocar destrucción y muerte.

Dependen de un Estado, pues en caso contrario no se trata de fuerzas armadas sino de una banda o una milicia.

Su carácter singular las convierte en una de las expresiones más fuertes del poder de ese Estado.

Ahora bien, la función primordial del Estado es la de garantizar la protección de los ciudadanos frente a las violencias del mundo.

Las Fuerzas Armadas, al servicio de ese Estado, son entonces el medio más significativo para disuadir y, si es necesario afrontar y vencer dichas violencias.

¿Pero de qué manera el uso de la fuerza que ello implica, con su capacidad de destrucción y muerte, puede ser compatible con la exigencia de servir al bien común, subordinado al “principio de humanidad”?

En otros términos, ¿bajo qué condiciones el uso de la fuerza armada es legítimo?

Ése es el interrogante al cual debe responder la ética militar.

Legitimidad de recurrir a la guerra.

Se trata de un tema que se plantea desde hace siglos.

La respuesta elaborada en Occidente desde la Edad Media vuelve a ser hoy de actualidad. Recurrir a la guerra es legítimo

- si la autoridad que lo decide es a su vez legítima,
- si se han agotado todos los demás medios para lograr sus fines,
- si la intención es correcta, es decir que el objetivo es el retorno a la paz y no algún otro fin oculto,
- si los medios implementados son proporcionales al peligro a combatir,
- si los daños ocasionados no corren el riesgo de ser superiores a los que se pretende evitar,
- si, por último, hay posibilidades razonables de éxito.

Ahora bien, en el período reciente se han distinguido:

- operaciones denominadas “otras operaciones militares” (Military Operations Other than War), con militares armados solamente para la autodefensa, generalmente bajo el auspicio de la ONU,
- operaciones de guerra, con una implementación inicial de medios de destrucción considerables.

La experiencia demuestra la inanidad del concepto.

En el primer caso, la “fuerza”, impotente frente a las violencias desgarradoras, tal como lo hemos podido ver en Bosnia en los años 92-95, traiciona por deficiencia los valores que pretende defender.

En el segundo caso, con la magnitud de los “daños colaterales”, se los traiciona por exceso.

En realidad, la acción militar es una sola: es siempre, potencialmente al menos, el uso de la fuerza a la medida de las violencias a combatir, desde el más bajo nivel de intensidad hasta el más alto si es necesario. Pero una fuerza dosificada, controlada, ni excesiva, ni demasiado débil.

De este modo, las condiciones de la legitimidad de la guerra antes mencionadas son, más que nunca, de actualidad. Para convencerse de ello, basta con pensar en la funesta guerra de Irak que está en curso.

Legitimidad en la conducción de la guerra.

Suponiendo que la guerra sea legítima, aún queda por ver que los comportamientos de los militares, en cada nivel de ejecución, no manchen esa legitimidad mediante actos crueles o de barbarie.

El “derecho de los conflictos armados” actual, ratificado por todas las naciones del mundo, ha vuelto a fortalecer, una vez más, el ideal multisecular de una “guerra sin odio”. El mismo puede resumirse en dos exigencias:

- Los beligerantes tienen que procurar no matar a quienes no portan armas, es decir a las poblaciones civiles;
- El adversario debe ser respetado; cuando no tiene armas, está herido o es prisionero, el respeto debido a su dignidad de hombre se extiende a su vida y a su integridad física.

Estas exigencias chocan con las realidades: las del combate, con el arrebato de matar que puede apoderarse de los combatientes; y también con los insoportables espectáculos presenciados, que pueden suscitar venganza y represalias.

En esas situaciones concretas, los grandes principios no son el resorte de la acción. El último resorte, a veces el único, es la fuerza de cohesión del grupo. La misma se basa en la “fraternidad de armas”, vínculo que une tanto a los compañeros entre sí como con sus jefes, y gracias al cual se desarrolla una confianza colectiva excepcional.

Claro que esto puede ser tanto para bien como para mal.

Es por ello que el papel de los jefes es determinante. Ellos son los responsables de captar la confianza, primero por su competencia, y luego también a través de un ejercicio de la autoridad que combine una necesaria firmeza con una ejemplaridad irreprochable y una atención deferente para con cada uno de sus subordinados. De este modo podrán formarlos y comandarlos de manera tal que se dominen las pulsiones de odio y de muerte.

También les corresponde, en esas situaciones terribles donde no existe una buena solución, cultivar el discernimiento y el carácter que les permitan elegir la solución menos peor y decidir en su plena libertad de hombres.

A modo de conclusión…

Para un militar, obrar en pos de un mundo mejor significa conciliar la necesidad, a veces, de usar la fuerza, con la exigencia del principio de humanidad.

Para ello, el papel de los jefes es primordial.

Sin embargo, la conciencia de sus inmensas responsabilidades en la materia y las experiencias positivas que puedan tener al respecto nunca deben cegarlos. El poder exorbitante que poseen, para no correr el riesgo de desviarse, está sometido a un doble mandato:

- una estricta subordinación de lo militar a lo político, garante del bien común,
- estrechos vínculos a cultivar con la sociedad civil, de la cual las fuerzas armadas no son sino delegatarias dentro de valores compartidos.

Ahí radica, también, la construcción de un mundo mejor.

General Jean-René BACHELET


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Por Jean-René Bachelet

Jean-René Bachelet completó su carrera militar completa en el ejército de tierra francés hasta los niveles más altos de responsabilidad. Como general de brigada tuvo bajo su mando en particular el sector de Sarajevo en el marco de la FORPRONU...