Por Pierre Calame
Muy a menudo nos preguntamos qué Europa queremos. Tal vez haya llegado el momento de invertir la perspectiva y preguntarnos: ¿qué Europa necesita el mundo?
¿El mundo necesita a Europa? Es cierto que estamos viviendo un período de desencanto y que el espectáculo que brinda la Unión Europea no siempre es grato. Para las generaciones de los padres fundadores, la construcción de la Unión Europea fue una epopeya. Se trataba, para ellos, de superar los nacionalismos y las rivalidades que habían llevado prácticamente a Europa al suicidio con ocasión de las dos guerras mundiales, involucrando incluso al mundo entero en sus conflictos internos.
Pero para mi generación, ese sentido de epopeya se debilitó. Europa se convirtió en una realidad cotidiana, prosaica y, año a año, el servicio público europeo fue haciéndose cada vez más burocrático. Hemos olvidado incluso las razones profundas que nos llevaron a construir la Unión Europea mediante la creación del mercado único.
La voluntad de construir Europa a través de lo económico no fue la estrategia inicial, sino un “plan B” que nació del fracaso de la Comunidad Europea de Defensa en 1953. Al no poder construir una Europa desde la política hubo que resignarse, gracias al pragmatismo de los padres fundadores, a construirla a través de la economía.
El Estado de paz duradera, que fue en un principio el objetivo último de la construcción europea, es considerado ahora como algo natural y adquirido y ha dejado de ser, en consecuencia, la estrella que nos guía. ¡Y hasta se reinventa decididamente la historia! En el extranjero, quedo estupefacto al escuchar que la Unión Europea se concibió, desde un principio, al servicio de las empresas multinacionales, principales beneficiarias de la unificación de las condiciones de competencia. ¡Como si Europa se hubiese inventado solamente para dar ventaja a algunos oligopolios! Pero es verdad que los medios -la unificación del mercado europeo- terminaron sustituyendo a los fines -la construcción de una paz duradera-.
Muy a menudo se afirma que Europa tiene un “soft power”. ¿Pero no termina eso siendo simplemente una excusa ante el hecho de no tener un “hard power”? Si ese soft power es una realidad, ¿para qué nos sirve? Podemos preguntárnoslo en este momento en que, con la crisis financiera que actuó como revelador, el consenso de Pekín está reemplazando al consenso de Washington. Ya nadie se atrevería a asegurar que la “buena gobernanza democrática”, tal como la predicaba hasta hace poco el Banco Mundial, es la condición para todo desarrollo económico. Por el contrario, todas las miradas se orientan hacia China, que parece ser la única con capacidad para relanzar el crecimiento mundial.
Con la estrategia de Lisboa, la Unión Europea aspiraba a convertirse en la región del mundo más competitiva en el ámbito de la economía del conocimiento. Pero en vistas del fabuloso desarrollo de los recursos humanos y tecnológicos de Asia, ¿quién se atrevería a aspirar a ello todavía?
¿No debe verse por último, en la crisis griega, el primer síntoma de una comunidad humana que trata de conservar, contra viento y marea, su modo de vida y sus privilegios, a la manera de esos viejos aristócratas que se arruinaron al no admitir que la renta de sus campos ya no alcanzaba para garantizarles el mismo tren de vida que llevaban antes?
No cabe duda alguna de que necesitamos una nueva ambición para Europa. Por mi parte, mi pasión por Europa nació del trabajo internacional que realicé con la fundación Charles Léopold Mayer para el Progreso del Hombre. Al mirar la construcción europea desde el punto de vista de los asiáticos, de los sudamericanos o de los africanos es cuando tomé conciencia del “milagro europeo” y de la contribución de la construcción europea para el mundo futuro.
Mirando nuestra historia desde la segunda guerra mundial en adelante con una nueva mirada, podremos encontrar una ambición renovada para Europa. Y mi único temor, para ser sincero, es que la sociedad europea que envejece ya no sea capaz de construir esa gran ambición.
- la primera es la reconciliación de Francia y Alemania. Es un tema que aparece en todos los continentes: ¿cómo hicieron ustedes, los franceses y los alemanes, que se oponían desde hace siglos, para convertirse en los pilares de la construcción europea? Pregunta tanto más fundamental cuanto que en China no existió ningún proceso de reconciliación equivalente entre Japón y China;
- la segunda es la manera en que un proceso pacífico permitió superar los intereses nacionales;
- la tercera es la capacidad de Europa para construir su unidad, no sólo a pesar de su diversidad sino más bien, podría decirse, a partir de ella;
- la cuarta es el intento bastante único de Europa de combinar la eficacia de la economía de mercado y la justicia social;
- por último, la quinta razón es nuestro intento de regular las fuerzas del mercado para ponerlas al servicio de un desarrollo sustentable.
A partir de eventos como el Foro China Europa es como fui entendiendo que, a pesar de sus múltiples crisis, Europa tenía en su haber resultados únicos en el mundo que merecían ser compartidos.
¿De dónde podía surgir esa agenda? Durante quince años, nuestro trabajo en el marco de la Alianza para un mundo responsable, plural y solidario (www.alliance21.org) apuntó justamente a responder esa pregunta. Dicho trabajo concluyó en el año 2001 con la Asamblea Mundial de Ciudadanos de la Tierra. Los trabajos de esa Asamblea pusieron de manifiesto la agenda para el siglo XXI. La misma incluye cuatro grandes aspectos:
- la gobernanza: nuestros modos de gestión de la sociedad vienen heredados de los siglos pasados y no estamos preparados para gestionar sistemas interdependientes y complejos, como tampoco estamos acostumbrados a considerar diversidad y unidad como un juego win-win;
- la ética: pues necesitamos valores comunes para gestionar nuestro único planeta y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a pesar de su enorme interés, no basta para construir esa base ética. La responsabilidad, que es la traducción de nuestras interdependencias y la cara oculta de nuestros derechos, será el fundamento de la ética del siglo XXI;
- el paso de nuestro modelo de desarrollo actual hacia sociedades sustentables;
- la construcción de una comunidad mundial. En efecto, la gobernanza mundial actual sufre de una contradicción congénita. Por un lado, no es percibida como legítima, ni democrática, ni eficiente; por otro lado, la magnitud de las interdependencias dentro del planeta justificarían que sea considerablemente fortalecida. Pero son muchas las resistencias para fortalecer algo que funciona mal. En realidad, lo que nos falta previamente es la conciencia de formar parte de una comunidad mundial. En consecuencia, la construcción de esa conciencia es el cuarto aspecto de la agenda para el sigo XXI.
Podemos volver ahora a nuestra pregunta inicial: ¿cuál es la contribución singular que la Unión Europea puede aportar a esa agenda? De allí surgieron las 18 propuestas sometidas al Parlamento Europeo.
Podrá verse con facilidad que esas 18 propuestas están estructuradas en torno a las cuatro prioridades de la agenda para el siglo XXI y que cada propuesta concreta se ubica entonces en la intersección entre la exigencia de un cambio sistémico y lo que ya se ha logrado a nivel europeo y podría ser valorizado a corto y mediano plazo.
Es por ello que, cuando nos preguntamos cuáles son las instituciones europeas que podrían tomar la iniciativa de un cambio de esta índole, nos encontramos singularmente desprovistos de recursos.
Institucionalmente, si retomamos la historia de la construcción europea, es la Comisión quien debería tomar ese tipo de iniciativas. ¿No fue dotada acaso por los padres fundadores de un monopolio del poder de propuestas?¿No es ella quien debe “expresar el interés europeo”? Desgraciadamente, el accionar de la Comisión está ahora segmentado entre las distintas direcciones generales y la desaparición de la misión prospectiva implementada por Jacques Delors es de alguna manera el símbolo de la renuncia, por parte de la Comisión, a llevar adelante propuestas de conjunto.
¿Hay que esperar entonces la salvación en manos de la sociedad civil organizada? En realidad, la mayoría de las redes europeas de la sociedad civil dependen, en mayor o menor grado, de los financiamientos de la Comisión Europea y tienen tendencia a asimilar sus prioridades. En cuanto al Consejo de Ministros, está demasiado absorbido por los juegos de influencia entre los distintos grandes Estados europeos como para dotarse de una visión prospectiva. Ya lo hemos visto claramente en 2008-2009, cuando esa capacidad para dotarse de una visión común hubiera sido más necesaria que nunca para afrontar la crisis financiera.
Por lo tanto es el Parlamento Europeo, a pesar de todas sus limitaciones, a pesar de su propia segmentación en comisiones, quien podría convertirse hoy en día en el principal polo de iniciativa, generando y estimulando el debate público. Es por ello que, en el momento en que inicia su nuevo mandato, decidí someterle prioritariamente estas propuestas.