Puede parecer incongruente tratar sobre un deporte en un diccionario sobre la gobernanza mundial. Pero el fútbol, o “football association”, es mucho más que un deporte. Tal vez se trate incluso de la única actividad humana por fuera de la guerra capaz de desatar pasiones a escala de todo el planeta y de reunir al mundo entero en comunión (frente al televisor) con ocasión de la gran misa deportiva que constituye el Mundial de Fútbol, organizado como los Juegos Olímpicos, en alternancia con ellos, cada cuatro años.
Al comienzo, el fútbol no se diferenciaba en nada de los demás deportes inventados o reinventados en el siglo XIX para desarrollar las cualidades físicas y morales de la juventud. En paralelo con el olimpismo, la práctica del deporte en las escuelas y universidades estaba centrada en el ejercicio, y no en el espectáculo, y la ética de esa época invocaba la participación más que la victoria. La profesionalización del deporte en el siglo XX cambió la situación y algunos de los deportes más a la moda empezaron a desatar pasiones rápidamente: el boxeo, compendio del duelo individual, se convirtió en el primer deporte-espectáculo de alcance internacional. Al mismo tiempo el béisbol en Estados Unidos o el ciclismo en Europa occidental producían héroes de los tiempos modernos, mientras que el advenimiento de la guerra total le quitaba a lo militar la dimensión heroica que había tenido desde Homero hasta mediados del siglo XIX. El golf, el tenis, la vela o las carreras automovilísticas interesaban sobre todo en esa época a las clases altas, en un mundo que seguía estando socialmente fragmentado. Tuvo que pasar cerca de un siglo para que la casi totalidad del deporte se democratizara. Por su parte, el totalitarismo explotó al deporte para desconstruir y luego reinventar al individuo, encarnando éste a través de la alegría fisiológica de la práctica deportiva los valores vehiculados por los regímenes vigentes, ya fueran fascistas, nacional-socialistas o marxista-leninistas.
Los deportes de equipo universitarios (el fútbol, el rugby, el fútbol americano y canadiense), respondiendo en su origen a los valores protestantes del mundo anglosajón, tienen al principio menor relevancia que los deportes individuales, cuyos campeones gozan de un prestigio colosal a comienzos del siglo XX. Sólo después de la Primera Guerra esos deportes comienzan a ganar terreno, siendo el fútbol el único que supera el marco geográfico del mundo anglosajón (con el rugby en menor medida, que conquista a un puñado de países latinos: Francia, Argentina, Italia). Rápidamente el fútbol se impone en el período de entreguerras como el primero de los deportes de equipo. El primer Mundial de Fútbol se organiza recién en 1930 (participan solamente 13 equipos) mientras que los otros dos grandes eventos deportivos de alcance internacional, que perduran en el siglo XXI, los Juegos Olímpicos y el Tour de Francia, lo anteceden por varias décadas (fueron creados respectivamente en 1896 y 1903). Durante la segunda mitad del siglo XX, el fútbol se convierte en el primer “deporte global” de la historia.
El atractivo del fútbol radica en su simplicidad. Cualquiera puede practicar y hasta destacarse en este deporte que no requiere ningún tipo de físico en particular, hallándose entre los grandes campeones algunos jugadores de baja estatura y delgados. Sus reglas son simples, el juego es fácil de entender para el espectador y su fluidez es particularmente atractiva. Contrariamente a muchas prácticas deportivas, el fútbol no es peligroso ni caro. Todas estas características harán de este deporte el más popular del planeta, tanto para los que lo juegan profesionalmente como para los espectadores y aficionados. Por otra parte, el fútbol es particularmente adecuado para las retransmisiones televisivas y es gracias al cine (que al principio difunde sus imágenes) y luego sobre todo a la televisión, que se impone en los años 50 y 60 mientras que el boxeo, por diversas razones, va perdiendo popularidad notoriamente en la misma época.
El aumento de las conciencias nacionales en el siglo XX, que llega a su apogeo con la descolonización, favorece la confrontación entre equipos que luchan bajo las banderas de su país y la vena patriótica no es ajena a la popularidad de este deporte. El individuo, la comunidad o la nación desfavorecida o que sufren de un complejo de inferioridad encuentran en el fútbol una manera de trasladar sus incertidumbres identificándose con un equipo o con un jugador que realzan sus identidades. Después de Europa y América del Sur, el fútbol se implanta duraderamente en África y más tarde en Asia. En el estadio, ex-colonizadores y ex-colonizados, poderosos y marginados se encuentran en pie de igualdad. En términos de rivalidades nacionales, el fútbol sigue siendo hasta hoy el único deporte capaz de producir equipos competitivos provenientes del mundo entero. Contrariamente a los Juegos Olímpicos, que tienden a favorecer a los más poderosos (el tablero de medallas es particularmente elocuente en este sentido) o que pueden permitir que un gobierno particularmente motivado haga brillar a sus atletas (caso de la ex RDA), el fútbol muestra un carácter resueltamente igualitario, donde con frecuencia los países pequeños ponen en jaque a los más grandes. Así por ejemplo, Uruguay, Hungría, Checoslovaquia u Holanda, entre otros, han brillado a lo largo del tiempo allí donde Estados Unidos, Rusia o China en la actualidad se contentan, como mucho, haciendo un papel de promotores. De hecho, sólo dos países del Consejo de Seguridad Permanente de la ONU, Inglaterra y Francia, lograron (una sola vez cada uno) quedarse con la Copa del Mundo, mientras que los países sistemáticamente presentes en los primeros lugares de la tabla como Brasil, Italia, Alemania o Argentina obran en un segundo plano sobre el tablero geopolítico internacional. En este sentido, el fútbol establece otra jerarquía mundial cuya importancia no es despreciable para la gente, reequilibrando así en la psiquis colectiva una jerarquía geopolítica fijada por demás por los grandes acontecimientos de la historia. Por otra parte, la configuración regional que constituye la base de la organización del fútbol permite a un país como Turquía, cuyo pedido de integración a la Unión Europea es periódicamente rechazado, formar parte de Europa a través de su pertenencia a la federación de tutela, la UEFA, así como también lo hacen por razones políticas Israel y Chipre, que geográficamente deberían encontrarse más bien en la zona asiática (que incluye a Oriente Medio).
En cierta forma el fútbol es un lenguaje universal, quizás el único lenguaje universal, que permite que individuos procedentes de horizontes geográficos, culturales, espirituales, políticos y sociales radicalmente distintos puedan comunicar unos con otros. Las estrellas mundiales del fútbol -Di Stéfano, Pelé y Maradona, Zidane o bien Messi- pertenecen de algún modo al patrimonio de la humanidad y su genio futbolístico trasciende todas las fronteras políticas y culturales. Dejando de lado algunas pocas excepciones, como las grandes figuras de la paz que fueron Gandhi, la Madre Teresa de Calcuta o Mandela, pueden jactarse de ser los únicos individuos admirados y adulados en el mundo entero. En términos de prestigio y de psiquis colectiva nacional, el comportamiento de un equipo en el Mundial de Fútbol puede tener un impacto, positivo o negativo, consecuente y duradero. Las tensiones geopolíticas también pueden entrar en las competencias y ofrecer combinaciones incongruentes que superan el marco limitado de la competencia puramente deportiva: así ocurrió con el partido RFA-RDA en plena Guerra Fría (1974) y con el legendario partido Argentina-Inglaterra después de la guerra de Malvinas.
El carácter único y extraordinario del fútbol repercute lógicamente en la organización de este deporte. Los campeonatos de clubes, ya sean nacionales o continentales, donde juegan los jugadores profesionales, ponen en juego sumas de dinero asombrosas que generan periódicos escándalos de trampa y corrupción. Las sumas que ganan algunos de los jugadores más famosos, aun cuando siguen las leyes del mercado (un jugador estrella atrae a millones de espectadores y telespectadores), desafían al sentido común y simbolizan de cierta forma las desigualdades económicas del sistema capitalista en el cual los equipos de clubes se complacen. Semejantes condiciones nutren un espíritu de competencia -el mismo que se halla en los cimientos del sistema capitalista- cuya brutalidad desafía las reglas más simples de la ética deportiva, a tal punto que los jugadores y los equipos a veces están dispuestos a todo o a casi todo por triunfar. Resulta de ello una ética descarriada que se traduce, en el campo de juego, en la práctica muy común de conductas antideportivas (golpes bajos, barridas, insultos, etc.). La frustración del (gran) jugador acosado por estas prácticas alcanza su paroxismo con el famoso cabezazo de Zinedine Zidane en la final de la Copa del Mundo (2006) que simboliza también la dimensión tragicómica de este deporte. En este ámbito, en el más alto nivel, las competencias femeninas siguen estando infinitamente más cerca del espíritu original de los inventores del fútbol que las masculinas.
La importancia del fútbol en el mundo, el impacto que puede tener este deporte -especialmente en el momento de los Mundiales- no ha derivado sin embargo en el desarrollo de una organización política que esté a la altura de lo que está en juego. El organismo que dirige el fútbol, la influyente FIFA (Fédération Internationale de Football Association, creada en 1904), es un organismo anticuado, no exento de corrupción y ultraconservador, que recuerda mucho más a un potentado africano de la época poscolonial que a una organización moderna y democrática digna ya de la era de la mundialización [1]. A nivel del juego, el fútbol es uno de los deportes que menos ha evolucionado con el correr del tiempo. El espíritu autoritario de la FIFA se refleja particularmente en su sistema de arbitraje, que convierte al árbitro en una especie de “tercer actor”, con un poder absoluto que le permite, mediante una mala decisión, voluntaria o involuntaria, transformar el resultado de un encuentro de un modo -valga el juego de palabras- arbitrario. En este sentido, el árbitro puede, de ser necesario, remplazar a la providencia y trascender el juego con una decisión o ausencia de decisión que desafíe las reglas: así fue la famosa “mano de Dios” de Diego Maradona en 1986 (el jugador argentino le había pegado a la pelota con la mano y marcó un gol contra Inglaterra ratificado por el árbitro) que de algún modo repara la ofensa, por otra parte altamente simbólica, que la Argentina sufriera poco tiempo antes en las Malvinas, imponiéndose ese día por un gol de diferencia (2-1) lo que le permite pasar a semifinales de una Copa del Mundo que luego ganaría.
Por lo demás, y a pesar de los problemas que presenta este deporte, la popularidad constante del fútbol da un aire de legitimidad al cuerpo político que constituye la FIFA, mientras que la ausencia de contrapoderes efectivos impide una transformación saludable del statu quo. Ese estado de la situación ilustra una tendencia que encontramos concretamente dentro de otros organismos de alcance global, empezando por las grandes multinacionales. Es decir que la globalización no genera necesariamente una modernización ni una democratización de las prácticas. Así pues, los otros grandes actores de la mundialización que obran en paralelo a los Estados-naciones en el tablero internacional, lejos de estar mostrando el camino se atrincheran a menudo detrás de un poder autoritario y todo tipo de atavismos aún más antiguos que los Estados. Estos últimos, aunque a veces lo hagan de manera superficial o hipócrita, deben por lo menos mostrar una adhesión a los valores democráticos y al respeto de los derechos humanos.
[1] El Congreso de la FIFA elige a su Presidente, su Secretario y los miembros del comité ejecutivo. Los asuntos corrientes son tratados por el Secretariado. La sede de la FIFA está en Zurich