En enero de 2008 y tras una serie de acontecimientos que para la ciudadanía parecían inconexos, por fin las principales instituciones internacionales (la FAO, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, el Fondo Monetario Internacional) se atrevieron a hablar de una crisis alimentaria mundial. Estaba claro que existía un alza de precios de los alimentos generalizada y global, de forma que lo mismo afectaba a Rusia, que a Malí, Níger o Argentina. Una serie de razones y argumentos se amontonaban en los artículos de prensa en busca de acertar con la explicación: malas cosechas por causas climatológicas, el tirón de los agrocombustibles, los mercados de futuros de grano, la subida de los combustibles, el incremento de la demanda alimentaria de gigantes como China e India, etc.
Las imágenes más graves de la repercusión de esta escalada de precios de los alimentos nos llegaban de Haití. La población de Puerto Príncipe comía galletas horneadas de tierra de Hinche mezclada con un poco de harina de sorgo y aceite de palma, mientras las revueltas acababan con el gobierno de turno. Aun siendo el campo haitiano el foco de mayor pobreza, no era ahí donde faltaban los alimentos, sino que era en las principales ciudades como Puerto Príncipe, Jacmel o Cabo Haitiano. La razón era simple, los canales de distribución del campo a la ciudad en un país como Haití son muy precarios (todavía más, dos años después, con la catástrofe del terremoto de enero de 2010) y apenas pueden los campesinos vender sus productos en el mercado interno, mientras que el 70% del alimento consumido en las ciudades haitianas se importa de República Dominicana, EE UU y Canadá. La crisis estallaba en las ciudades porque, de pronto, la importación de alimentos dejó de fluir hacia los mercados urbanos.
Estaba claro que nos encontrábamos delante de una crisis que tenía como detonante una subida de los precios de los cereales que se producía en los parquets del mercado mundial. Recordemos que el aporte de energía alimentaria básica del ser humano es la que procede del cereal. En unos contextos es el trigo, en otros el maíz, y en otros el sorgo o el arroz. Los precios del trigo aumentaron un 130% en el período de marzo de 2007-marzo de 2008. Los precios del arroz aumentaron casi un 17% en 2007 y aumentaron otro 30% en marzo de 2008. En muchos países los precios de los cereales se doblaron o triplicaron durante el año 2008.
Evidentemente, no todos los países se vieron afectados por igual. Los más afectados, claro, fueron aquellos países que, por diferentes razones, tienen mayor dependencia de la importación de alimentos. Los gobiernos de todo el mundo comenzaron a tomar medidas debido a la fuerte presión ciudadana con la intención de hacer accesible la comida a un precio razonable. Haití, Senegal, Camerún, Egipto o Indonesia se vieron contra las cuerdas, y países con niveles de desarrollo más altos como Argentina, Rusia o Chile retomaron el planteamiento de que los alimentos son una cuestión de seguridad nacional, lo que los llevó a impedir las exportaciones de grano básico, elevar los niveles de almacenamiento de los cereales, o establecer impuestos a las exportaciones con el fin de frenarlas.
Durante el año 2010 vimos también una subida muy significativa en los mercados mundiales de los precios del trigo. Esta vez su foco era Rusia y la supuesta escasez de este cereal, y las consecuencias afectaron desde Mozambique (donde el trigo ha pasado a formar parte de su dieta precisamente debido a malas prácticas en la ayuda alimentaria incluida en la cooperación internacional que este país recibió a partir de las inundaciones del año 2000) hasta México, donde le trigo es también una reciente novedad en la dieta.