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Hambre

Fecha de creación

Jueves, Abril 7, 2016 - 07:38

El hambre es la sensación física producida por la necesidad de comer. Esta sensación ocurre de manera recurrente o incluso frecuente para unos 1.200 millones de personas, es decir, uno de cada seis habitantes del planeta. Otros dos mil millones sufren algún tipo de deficiencia nutricional, en muchos casos por causa de una situación de pobreza. El hambre adquiere así una dimensión social y política, siendo junto con la guerra o las enfermedades, una de las plagas que ha afectado a la humanidad a lo largo de los siglos. Sin embargo a principios del siglo XXI el hambre cobra una dimensión de verdadero genocidio porque vivimos la paradoja de ser la primera generación capaz de producir alimentos para 12 mil millones de personas, es decir de generar casi el doble de alimentos de los que necesitamos. El problema reside pues en la inaccesibilidad fruto de un sistema deplorable, inefectivo o inexistente de distribución.

La malnutrición implica la percepción de una dieta pobre en calorías y proteínas y se concentra en África, Asia y América Latina. El hambre causa la muerte de seis millones de niños cada año. Además, la malnutrición marca físicamente a los que sobreviven, con índices de salud inferiores a la media y crecimiento físico y coeficiente intelectual menores, dificultándoles las posibilidades de estudiar y trabajar y condenándolos a la pobreza. Así, en el año 2008 mientras se registraban cosechas abundantísimas de cereales, el número de personas hambrientas aumentaba en 40 millones, siendo el aumento de 200 millones en el período entre 1995 y 2010.

Pero la persistencia del hambre no se debe solamente a un problema de negligencia sino a la existencia de una cadena organizada en beneficio de los intereses de unos pocos actores muy poderosos. Los mayores beneficiarios a escala mundial son las corporaciones agroalimentarias en los diferentes tramos del cultivo, producción, tratamiento y distribución. Nombres como Monsanto, Dupont, Syngenta, Cargill, Nestlé, Unilever, Tesco, Carrefour o Walt-Mart. Estas industrias intermediarias obtienen márgenes enormes al lograr que un consumidor pague hasta siete veces o más lo que recibe un productor. Las ventas, beneficios y capacidad de concentración en el mercado de estos grandes emporios crecen exponencialmente gracias a la globalización de la alimentación y también su poder para jugar la carta de la escasez de ciertos productos en beneficio propio y a expensas del empobrecimiento y del exterminio de una parte de la población, sin que existan leyes capaces de detener estos actos criminales, pues sus intereses están también representados en las instituciones internacionales y en los gobiernos.

No hace mucho que los actores financieros globales se han sumado también a este atropello. A resultas de la crisis inmobiliaria en Estados Unidos y su extensión posterior al resto del mundo en 2008, los grandes inversores especulativos tales como los fondos de pensiones o los bancos de inversiones desplazaron sus intereses hacia los bienes alimentarios, especialmente hacia la compra en masa de cosechas futuras de arroz, maíz y trigo, entre otros alimentos, con la intención de ganar dinero en la reventa posterior. La tendencia afectó a continuación a otros alimentos básicos como el aceite, las frutas y verduras, la carne y los productos lácteos. Esta crisis alimentaria mundial hizo renunciar, por inviable, al cumplimiento del primero de los ocho Objetivos del Milenio de Naciones Unidas, que consistía en reducir la población hambrienta del mundo a la mitad en 2015. Durante dos años los precios de los alimentos de primera necesidad aumentaron de manera excepcional, duplicándose y hasta triplicándose en algunas regiones. Muchos países que habían liberalizado su agricultura en los años 1980 y 1990 presionados por las instituciones financieras, se vieron incapacitados para alimentar a su población por falta de producción agrícola que substituyese a las importaciones repentinamente inasequibles. Todo ello provocó hambrunas que afectaron a una población de cerca de doscientos millones de personas y originando revueltas en más de treinta países de varios continentes que a su vez provocaron varios cambios de gobierno. Además, entre los motivos que llevaron a esta crisis también cabe citar el aumento de las subvenciones a los agrocarburantes durante el mismo período, que provocó una fuerte reducción de la superficie dedicada al sector agroalimentario y un año de malas cosechas.

Más allá de los motivos concretos de la crisis, entre las causas estructurales del hambre cabe contar en primer lugar con el crecimiento histórico de la agroindustria que con su poder adquisitivo acapara las mejores tierras y expulsa a los pequeños agricultores y los convierte en pobres urbanos en ciudades de crecimiento desordenado y acelerado, sin servicios ni poder adquisitivo, que suman su tragedia a la de una población rural también empobrecida y hambrienta. La dimensión del fenómeno no es desdeñable sabiendo que agricultores y pescadores y sus familias suman más de la mitad de la población mundial, y una gran mayoría de ellos se ven afectados por esta crisis. La concentración de la propiedad agrícola ha facilitado los grandes negocios desconectados de las necesidades de productores y de consumidores especialmente en los países más pobres, primando la agricultura de exportación, la producción de cereales para el consumo animal en el Norte y recientemente los agrocombustibles y marginando la agricultura y los mercados tradicionales locales. La agroindustria practica además monocultivos intensivos que precisan el uso masivo de fertilizantes químicos, emplean energía fósil y desarrollan organismos transgénicos, contribuyendo enormemente a la degradación del suelo y a la destrucción de la biodiversidad. Otro factor agravante es la reciente aceleración del acaparamiento de tierras a lo largo y ancho del planeta, especialmente en África, por parte de grandes corporaciones, Estados ricos y otros inversores internacionales.

Se deben señalar otras causas presentes en la persistencia del hambre, entre ellas la distribución desigual de los recursos y la insuficiencia de los sistemas de seguridad social, el crecimiento de la demanda en los países emergentes, el cambio climático y las catástrofes ambientales asociadas a éste, la crisis del agua, la reducción drástica de las ayudas al desarrollo como consecuencia de la crisis financiera global, la ausencia de democracia, de derechos y de una sociedad civil fuerte en ciertos países, las situaciones de inestabilidad como las guerras, conflictos, marginación de sectores vulnerables, etc.

El apoyo de la gobernanza mundial existente a un sistema de agronegocio orientado a su propio beneficio económico a costa de la vida y salud de millones de personas, hace completamente imposible la erradicación del hambre y de la malnutrición. El Banco Mundial y el FMI se han alineado con los intereses de los más poderosos con medidas liberales que han impuesto a los países menos desarrollados la apertura de fronteras a los alimentos subvencionados del Norte, la promoción de agriculturas de exportación (cacao, café, cacahuetes, plátanos…) en substitución de productos de alimentación básica como los cereales o el apoyo a la privatización y encarecimiento masivo del crédito a los pequeños agricultores. Por otro lado, si hay millones de personas que comen poco o nada, también cada vez son más los que comen mucho y mal. Las grandes corporaciones de la agroindustria y la restauración conducen, mediante las modas y la publicidad, a la homogeneización global de una dieta de baja calidad basada en alimentos procesados con grasas, azúcares, féculas y residuos químicos y cancerígenos, con pocas vitaminas, proteínas y fibras y alimentos frescos. Esta dieta causa directa o indirectamente enfermedades como la obesidad, la diabetes, el cáncer, enfermedades del corazón y plagas mundiales recientes como las gripes porcina y aviaria. Otro efecto de la industrialización de la cadena alimentaria en los países más desarrollados es que enormes cantidades, que a veces superan el 50% de la producción, se pierden o destruyen a lo largo de los procesos de elaboración y de distribución.

En el plano legal, la lucha contra el hambre se enfoca desde la perspectiva del “Derecho a una Alimentación Adecuada” que forma parte del artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC) de Naciones Unidas, en vigor desde 1976. Es decir, el derecho a disponer de una alimentación adecuada en cantidad y calidad, y adaptada a las tradiciones culturales propias. Sin embargo, los DESC no han sido reconocidos por una mayoría de Estados. Algunos gobiernos como Brasil, Bolivia o Ecuador han llevado a cabo vastos programas exitosos de erradicación del hambre en sus países, mientras que muchos otros, por ejemplo Sudáfrica e Indonesia, han incluido el derecho a la alimentación en sus Constituciones. Sin embargo, todo esto no es suficiente. Las Cumbres Mundiales sobre la Alimentación y otros grandes encuentros de los años 1990 y 2000 han realizado análisis contundentes y han reconocido a veces la mayor productividad de una agricultura campesina diversificada, a pequeña escala y sostenible, en lugar de la agroindustria. Pero estos encuentros han fracasado en la traducción de estas declaraciones en programas para un nuevo modelo agrícola. Sus compromisos no son vinculantes y nadie vigila el cumplimiento de las partes firmantes. Las reformas institucionales que se han llevado a cabo han sido inefectivas e insuficientes. Como en otros sectores de la agenda mundial, la gobernanza de la seguridad alimentaria y nutricional adolece de una falta de coherencia y articulación entre instituciones, entre programas, entre escalas del territorio y entre sistemas de financiación. Las instituciones, sin apoyo de los Estados, no son suficientemente fuertes como para modificar la agenda neoliberal que los actores dominantes les imponen. Por su parte los Estados no cooperan en el desarrollo de las políticas a las que se comprometen.

Las dos instituciones más importantes dedicadas a la gobernanza mundial de la alimentación son el Comité de Seguridad Alimentaria Mundial, (CSA), que forma parte de la FAO, y la Alianza Global para la Agricultura, la Seguridad Alimentaria y la Nutrición (GPAFSN). La GPAFSN refleja los intereses de algunos países del G8 apoyados por las Instituciones Financieras Internacionales y las corporaciones alimentarias y dispone de muchos más recursos económicos para desarrollar sus políticas que su contraparte, la CSA, pero a diferencia de ésta última, el proceso de toma de decisiones en la GPAFSN no es democrático y los países en desarrollo no están representados. Por ello, estos países así como las organizaciones de la sociedad civil (OSC) se oponen a que la GPAFSN intente imponer su agenda en la gobernanza mundial de la alimentación, mientras que apoyan a la CSA y ponen sus esperanzas en una reforma consistente de esta institución, la cual, al formar parte de Naciones Unidas representa un modelo en el cuál cada país representa un voto.

La reforma que necesita el CSA pretende hacer de éste el espacio mundial de referencia en el tema de la seguridad alimentaria. Para ello hace falta a) un aumento importante de la contribución financiera de los Estados miembros; b) situar las instituciones de Bretton Woods y el GPAFSN bajo el mandato conjunto de la FAO, un CSA reformado y el Equipo de Tareas de Alto Nivel sobre la Seguridad Alimentaria Mundial (HLTF); c) integrar en el CSA el proceso sobre seguridad alimentaria iniciado en L’Aquila en 2009 por el G8 y frenar la creación de organismos que fragmenten el proceso de lucha contra el hambre.

En cuanto al desarrollo de un verdadero programa para la erradicación del hambre, los diferentes actores políticos y económicos locales y mundiales carecen de voluntad para organizar los medios que frenen este exterminio. Es cierto que la logística para una redistribución pura y simple de alimentos, muchos de ellos de corta caducidad, a lo largo y ancho del planeta hace de ésta una operación casi imposible por el grado de complejidad técnica, económica y política que supondría. En su lugar hace falta generalizar procesos de desarrollo integral de una agricultura campesina, sostenible y relocalizada, con un desarrollo legislativo adecuado a escalas mayores del territorio, capaz de invertir la tendencia actual que beneficia los compañías más poderosas, hacia la defensa y promoción de los agricultores y consumidores, es decir de la ciudadanía en general, así como de la sostenibilidad del medio ambiente.