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Guerra

Fecha de creación

Jueves, Abril 7, 2016 - 07:36

La guerra es crucial en la gobernanza mundial. Primero porque es uno de los vectores capaces de provocar los más grandes cambios geopolíticos e históricos. Luego porque la guerra, o si se prefiere, el uso de la fuerza, es también un medio para mantener la estabilidad regional o global cuando ésta peligra. Más allá de las consideraciones morales que se vinculan inevitablemente con su práctica, la guerra es una realidad que ningún sistema político internacional o transnacional ha podido erradicar hasta ahora de manera definitiva, aunque el ideal de la paz perpetua sea esgrimido por todos, hasta por los regímenes más belicosos, que tienden a percibir sistemáticamente a la guerra como un medio para alcanzar una paz más perfecta y, sobre todo, más ventajosa.

La naturaleza de los sistemas de gobernanza internacionales, tanto desde el punto de vista teórico como práctico, se articula en gran parte alrededor del lugar que la guerra ocupa dentro de ellos. El régimen imperial se basa en una primera fase sobre el uso de la fuerza para someter a otras naciones con el objetivo final de alcanzar una paz “imperial” (Pax Romana, Paz Mongola, Pax Britannica, Imperios Azteca e Inca) que resulta de la amenaza ejercida por el poder central sobre el conjunto del territorio imperial. En este sistema, la guerra, real o potencial, está omnipresente en el terreno y en el pensamiento de la población.

El sistema llamado “del equilibrio” trata de limitar lo más posible el uso de la fuerza, elaborando un régimen de equilibrio de las potencias que impida que un elemento genere una fuerza militar tal que pueda amenazar al conjunto (sistema westfaliano), o bien que haga que la eventualidad de una confrontación militar sea tan peligrosa para los participantes que se vuelva en consecuencia (casi) imposible (caso particular de la Guerra Fría).

La idea de paz perpetua desarrollada por los filósofos del Iluminismo, en particular por Immanuel Kant, concibe a la guerra como un mal que, si bien se amplifica con cada conflicto sucesivo, permite sin embargo a la humanidad encaminarse de manera caótica hacia un mundo en paz, ya que las guerras sucesivas tienen como efecto convencer a la gente de su futilidad. Esta visión, fundada sobre una filosofía de la historia lineal-progresiva (más que cíclico-estática) y sobre la fuerza de la razón humana -sin olvidar el legado protestante que la ha apoyado, al menos en el caso de Kant- constituye el umbral intelectual que sirve de trampolín a las diversas tentativas de reforma del régimen de gobernanza internacional que hacen eclosión en el siglo XX y van generando la Sociedad de las Naciones y la Organización de las Naciones Unidas.

La guerra es entonces, al mismo tiempo, una de las causas de la evolución de los sistemas de gobernanza internacionales y uno de los instrumentos que permiten que se implementen y se mantengan funcionando nuevos sistemas. Sin embargo, la guerra también es por esencia imprevisible, incontrolable y, en consecuencia, en cierto modo parcialmente insumisa a la voluntad de unos y otros. Una vez que la guerra empieza, por elección o por necesidad, su devenir y su final superan y trascienden el marco de la decisión política que le dio lugar. Ahora bien, la ausencia o las falencias de los sistemas colectivos de control de la violencia tienen como consecuencia un ascenso de la violencia hacia los extremos, tanto en los objetivos perseguidos como en los medios implementados. Resulta de allí el fenómeno doble de la guerra total (que involucra a la totalidad de la nación en el esfuerzo de la guerra) acompañada por objetivos de guerra absolutos (aniquilación completa del adversario).

La etapa post-1945 cierra el capítulo de las guerras totales pero esencialmente por un efecto que podríamos calificar de perverso positivo: la amenaza de un cataclismo nuclear tuvo finalmente más peso que el deseo de unos y otros de pelear con el adversario. Con el desmoronamiento de la URSS en 1991 se perfila un nuevo paisaje geoestratégico, donde vemos que la guerra se reinventa adoptando formas inéditas, mientras que su relación con la dinámica internacional se modifica de modo significativo.

El primer cambio que aparece después de 1991 se relaciona con la disminución considerable de los conflictos entre Estados. Es un fenómeno que obedece a varios factores. El más importante radica en la progresión de la democracia en el mundo. Sabemos que las democracias tienen una fuerte tendencia a controlar la escalada de la violencia en el marco de los conflictos entre democracias. En otras palabras, las democracias no se hacen la guerra entre ellas. Conviene, claro está, entenderse primero sobre el término de democracia pero sin complicar demasiado el problema: a partir del momento en que un país se dota de un sistema democrático de tipo liberal (en el sentido político) relativamente evolucionado podemos hablar de “paz democrática”. Este elemento es la primera causa de paz en una buena parte del planeta, particularmente en Europa, América del Norte y del Sur.

En segundo lugar, las ambiciones imperiales clásicas ya no se adaptan a los tiempos que corren y la lucha por la potencia económica de los Estados tiene lugar ahora en el terreno del crecimiento económico.

En tercer lugar, el sistema de la ONU, a pesar de sus múltiples fallas, logra medianamente contener las veleidades de los países de pequeña o mediana importancia cuando quieren cambiar el statu quo geopolítico en beneficio propio mediante una guerra. Para las potencias más importantes, una especie de equilibrio de hecho que parece relativamente estable se fue imponiendo por sí solo, por lo menos a corto y mediano plazo. Dicho equilibrio vendría a completar el sistema de seguridad colectiva de la ONU, que afecta al resto del planeta. La incapacidad crónica de las grandes potencias para proyectar su potencia bruta en el exterior acentúa todavía más este problema. Por último, hay otros elementos menos tangibles que podrían haber tenido también un efecto positivo sobre el control del uso de la fuerza como, por ejemplo, la multiplicación exponencial de los intercambios comerciales o la explosión de las redes de comunicación electrónicas, es decir todos factores que condicionan la nueva interdependencia característica del mundo.

Sin embargo, la caída espectacular de la cantidad de conflictos interestatales que se constata en las últimas décadas no debe ocultar otros fenómenos de igual importancia. El primero de ellos es la persistencia de conflictos intraestatales, es decir dentro de los estados mismos, extremadamente violentos. Aunque se haya exagerado un poco sobre la nueva índole de estos conflictos o sobre su multiplicidad -estos conflictos ya existieron anteriormente y su cantidad no ha aumentado sino disminuido-, de todos modos es cierto que siguen siendo relativamente numerosos y que a veces generan una violencia igual o hasta superior a la que generan las guerras llamadas clásicas. Los países que disponen de aparatos estatales débiles están particularmente expuestos a este tipo de conflictos, a menudo alimentados por resentimientos étnicos o religiosos fuertes y sólidamente arraigados en las memorias colectivas.

Segundo fenómeno: si bien hoy existe un equilibrio de hecho entre las grandes potencias, el mundo geopolítico del siglo XXI no dispone de ningún sistema capaz de impedir que una gran potencia use la fuerza, incluso en circunstancias dudosas, en relación a otro más débil que él. Así por ejemplo, las intervenciones de los Estados Unidos en Irak o de Rusia en Georgia. En este ámbito no se ha hecho ningún avance desde la ruptura con el período de la Guerra Fría.

Tercer fenómeno: la irrupción de grupúsculos no estatales organizados que usan el arma del terrorismo ha golpeado duramente la idea de que solamente el Estado poseía el monopolio de la violencia legítima. En el caso de Al-Qaeda, la repercusión de los atentados de 2001 combinada con la reacción estadounidense y el resentimiento que ésta provocó en algunas regiones del mundo infundieron cierta dosis de legitimidad a esos grupúsculos que (casi) rivalizan de igual a igual con Estados cuya legitimidad se ve erosionada en estos últimos tiempos, signo de que la irrupción de actores de peso (multinacionales, ONGs, redes sociales) en el escenario internacional fue acompañada por una pérdida de potencia y de influencia por el lado de los Estados. Estos últimos gozaban de una libertad de acción prácticamente indiscutible hasta fines del siglo XX.

En cuarto lugar, la heterogeneidad política del planeta (donde coexisten regímenes políticos diferentes o antagónicos) es en sí misma un factor de inestabilidad que contrasta con la estabilización de las zonas democráticas. Además, la existencia de algunos Estados cuyos regímenes políticos tienen por voluntad desestabilizar a los conjuntos regionales o globales o revocar el statu quo (Irán, Corea del Norte, Pakistán) es también un factor de inestabilidad crónica, sobre todo cuando intervienen otros elementos tales como el desarrollo de armas atómicas por fuera de los acuerdos internacionales (Tratado de No Proliferación).

Queda por último el caso de los viejos conflictos heredados de otro período de la historia pero para los cuales el tiempo sólo exacerbó los resentimientos, sin que se haya encontrado nunca una solución viable, como sucede en Oriente Medio o en Asia del Sudeste (India-Pakistán). Planteados ahora dentro de contextos globales y regionales que han evolucionado en sí mismos, estos conflictos mantienen potencialidades de violencia que son preocupantes.

Por último, la evolución histórica de las mentalidades, como también la memoria dolorosa de los conflictos del siglo XX modificó sensiblemente la relación de las sociedades modernas en relación a la guerra (y a las armas). Herencia de un pasado lejano, la idea de la guerra como continuación de la política ha sido suplantada ampliamente por la idea de la guerra como una falla de la política. Este cambio tuvo como efecto positivo el de frenar el reflejo del recurso a la fuerza para buscar otros medios de resolución de conflictos. En sentido inverso, también tuvo como consecuencias impedir ese uso o bien enlentecerlo considerablemente en circunstancias en las que puede ser útil, cuando la duda de los dirigentes políticos en cuanto a su intervención militar en algunos conflictos de manera rápida o franca se traduce en el terreno por una escalada dramática de la violencia, cuyos efectos siempre son funestos para la población civil.

Así pues, si bien la humanidad puede felicitarse hoy en día por el retroceso inédito de los conflictos armados que oponen a Estados entre sí, también cabe interrogarse sobre la incapacidad de la comunidad internacional para entenderse sobre las modalidades colectivas del uso de la fuerza, tanto para estabilizar los conjuntos regionales, continentales y globales como para impedir los dramas humanos que se derivan inevitablemente de los conflictos intraestatales, donde los grupos que representan a los poderes instaurados y los que desean desplazarlos terminan sistemáticamente por tomar a las poblaciones como rehén de lo que sigue siendo la causa primera de esos conflictos, a saber: la lucha por el poder.

En consecuencia, la dinámica geoestratégica actual, que puede seguir siéndolo durante varias décadas, genera tres interrogantes fundamentales:

¿Cómo consolidar la paz en las regiones sin conflictos?

¿Cómo resolver los conflictos del momento?

¿Cómo evitar que se declaren nuevos conflictos o que aparezcan nuevas formas de guerra?

La primera pregunta se relaciona esencialmente con la voluntad política de unos y otros, empezando por las grandes potencias del momento, para trabajar juntos en pos de la consolidación de lo que ya se ha logrado.

La segunda pregunta concierne la dimensión diplomática y luego la problemática del uso de la fuerza: ¿Cuándo intervenir? ¿Cómo intervenir? Dos problemas vinculados con la organización de la seguridad colectiva, por el momento mal garantizada por la ONU, y con la relación ambigua entre, por un lado, el respeto de la soberanía nacional (que figura en la Carta de las Naciones Unidas) y, por otro, el deber o la responsabilidad de proteger a las poblaciones en peligro (adoptado en 2005 por la Asamblea General de la ONU). Las respuestas políticas y prácticas a estas dos preguntas determinarán en gran parte cómo evolucionará la guerra en el transcurso del siglo XXI. En lo que se refiere a la dicotomía entre soberanía nacional/deber de protección, habrá que tomar decisiones y clarificar de modo tal de llegar a respuestas claras y sin ambigüedades que permitan acciones eficaces en el terreno. Para la reorganización de la seguridad colectiva es imperativo salir del paradigma paralizador del Consejo de Seguridad Permanente de la ONU, ya sea mediante una reforma de la ONU o bien mediante la creación de nuevos mecanismos de seguridad colectiva adaptados al contexto actual, dado que la arquitectura de la ONU fue concebida para un mundo del pasado.

La tercera pregunta es más vasta y compleja: se trata de realizar un trabajo previo para identificar las zonas potenciales de conflicto o los elementos que podrían ser causas de conflicto en el futuro. Sin embargo, tampoco hay que complicar lo que no hace falta: las fuentes potenciales de conflicto a menudo quedan en estado virtual (guerra del agua por ejemplo) mientras que la mayor parte de los conflictos armados que se declaran aquí o allá no son sino una continuación de conflictos anteriores que han quedado mal resueltos. Como los intereses nacionales priman por sobre un “interés global” ilusorio, el trabajo preventivo se realiza lamentablemente en muy pocas ocasiones y, cuando se lo hace, es únicamente en los contados casos de figura en los que un conflicto potencial amenaza el interés o la seguridad de los más fuertes.

Para concluir, podemos observar que por ahora las guerras del siglo XX han sido infinitamente más violentas y mortíferas que las del siglo XXI. No obstante ello, el retroceso de la doble amenaza de una guerra global y de un apocalipsis nuclear no impidió que persistieran conflictos que, aunque tocan principalmente zonas “estratégicamente” menos importantes, no por ello dejan de ser catastróficos (3 millones de muertos en el conflicto de los Grandes Lagos africanos por ejemplo). El “nunca más” de 1918 y de 1945 debe aplicarse al mundo entero, y no solamente a las regiones llamadas del “Norte”.

Como cada conflicto tiene sus propias especificidades, cada caso debería ser tratado de manera diferente. Para ello habrá que implementar nuevas reglas y nuevos mecanismos para prevenir los conflictos y, en caso de ser necesario, para resolverlos. Para lograrlo, los Estados que componen la “comunidad internacional” y los dirigentes políticos que los representan deberán estar en condiciones de medir su grado de responsabilidad individual y colectiva. Pues sólo una toma de conciencia global de esa responsabilidad será capaz de alimentar la voluntad política indispensable para llevar a cabo las transformaciones necesarias. La guerra tiene un pasado bien largo. Bueno sería lograr que tenga un futuro breve.