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Hacia una nueva gobernanza mundial

Fecha de creación

Martes, Julio 6, 2010 - 17:12


Estamos atravesando actualmente y sin duda alguna, un período de ruptura donde el antiguo orden ha dejado de existir (si cabe calificar de “orden” el de la guerra fría), donde el mundo está en busca de una nueva arquitectura de la gobernanza mundial, de una gobernanza por ahora difícil de encontrar, capaz de aprehender los problemas del momento, anticipar las crisis del mañana y escribir la historia del futuro. En otros términos, en busca de una gobernanza adaptada a un mundo de aquí en más globalizado, de una “gobernanza mundial” que permita que los problemas colectivos se resuelvan tomando en cuenta la interdependencia que define hoy en día las relaciones entre los pueblos.

La elaboración de una gobernanza mundial articulada en torno a ese principio se traduce en la aplicación por un enfoque sistemático que pasa, necesariamente, por un trabajo de consenso. Los basamentos éticos y políticos subyacentes de una gobernanza de esa índole hay que buscarlos en un sentimiento de responsabilidad y de solidaridad de orden global, todo ello en un espíritu de pluralidad, dignidad y sustentabilidad, lo que podríamos definir como los "cinco pilares de una gobernanza mundial para el siglo XXI".

Texto preparado para el Foro China-Europa 2010

El feudalismo, al dejar de ser una institución política, se había convertido en nuestra mayor institución civil. Reducido como estaba, excitaba aún más odios y podemos decir con certeza que, al destruir una parte de las instituciones de la Edad Media, lo que quedaba lo habíamos tornado cien veces más odioso.

Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, 1856

Esta famosa reflexión de Alexis de Tocqueville, formulada en el contexto de la Revolución francesa, señala vigorosamente la gran paradoja de las revoluciones, a saber: que éstas se inician cuando las cosas comienzan a mejorar y no, como solemos creer, cuando las cosas se degradan irremediablemente. En otras palabras, cuando un sistema que ya está fijo se abre, es cuando sus rigideces tienen mayor dificultad para ser aceptadas, sobre todo si la apertura es parcial, tal como ocurre la mayoría de las veces. Todas las grandes revoluciones que tuvieron lugar desde 1789 en adelante tienden a corroborar este análisis, como el caso de Rusia, por ejemplo, cuyo impulso revolucionario echó raíces en la apertura social buscada por el zar Alejandro II, o bien Irán, donde la revolución islamista tuvo su cuna en las moderadas medidas de modernización emprendidas por el Sha.

¿Qué decir de las grandes revoluciones geopolíticas? En este ámbito, los ejemplos de revoluciones no abundan. No obstante ello, la gran revolución geopolítica que generó el sistema de relaciones internacionales, base de la geopolítica europea y luego mundial, también obedece en grandes líneas a ese esquema. La revolución westfaliana, es de ella que estamos hablando, puso fin a la hegemonía del sistema imperial y al antagonismo entre la Iglesia y el Estado, sentando al mismo tiempo las bases del Estado moderno, el derecho internacional y el sistema de equilibrio de potencias, sistema altamente imperfecto pero que funcionó con relativo éxito hasta 1914. Ahora bien, el sistema westfaliano fue una consecuencia indirecta, y desfasada, de un siglo particularmente violento y de las tibias medidas de la paz de Augsburgo de 1555. Esa paz de compromiso sólo exacerbó las tensiones dentro de una Europa en estado de crisis, y luego la crisis no hizo sino hervir antes de explotar en un baño de sangre con el horror de la Guerra de los Treinta Años (1618 - 1648).

No compararemos aquí épocas completamente diferentes. Sin embargo, al igual que a comienzos del siglo XVII, estamos atravesando actualmente y sin duda alguna, un período de ruptura donde el antiguo orden ha dejado de existir (si cabe calificar de “ordenada” a la época precedente, la de la guerra fría), donde el mundo está en busca de un nuevo orden, de una gobernanza por ahora difícil de encontrar, capaz de aprehender los problemas del momento, anticipar las crisis del mañana y escribir la historia de un probable futuro. En otros términos, en busca de una gobernanza adaptada a un mundo de aquí en más globalizado, de una “gobernanza mundial” que permita que los problemas colectivos se resuelvan colectivamente, tomando en cuenta la interdependencia que define hoy en día las relaciones entre los pueblos.

El período westfaliano terminó al iniciarse los treinta años de crisis agudas, que a su vez desembocaron en la creación de las Naciones Unidas, pero también en el inicio de la guerra fría que constituyó, por su extrema polarización y por la amenaza nuclear, una anomalía geoestratégica. Esa anomalía produjo, paradójicamente, cierta forma de paz que perduró de manera imperfecta hasta el desmoronamiento de la Unión Soviética. Pero esa paz imposible asociada a una guerra (global) improbable según las palabras del filósofo Raymond Aron, por su carácter indefinible, no logró engendrar un replanteo del sistema cuando la guerra fría murió de muerte natural. A guerra ambigua corresponde paz ambigua, podríamos decir. Es por ello que la situación actual está más cerca, a fin de cuentas, del compromiso de Augsburgo que de la revolución westfaliana, con todos los riesgos que eso representa para el porvenir.

Y de hecho, estamos actualmente en un período de gran cuestionamiento, puesto que todos los esfuerzos de cooperación internacionales fracasan uno tras otro. Los acuerdos de Oslo no pudieron hacer avanzar el espinoso problema del Cercano Oriente; la Ronda de liberalización de Doha va por su quinto fracaso; el largo ciclo de la Convención-Marco de las Naciones Unidas sobre los cambios climáticos empezó con el relativo éxito de Kyoto para terminar en el fracaso rotundo de Copenhague; la conferencia sobre la no proliferación nuclear que generó esperanzas con las promesas de Obama es probable que fracase. No se ha adoptado nada serio ni completo, en ningún lado, sobre la regulación de los movimientos financieros, sobre los paraísos fiscales, los productos derivados y ni siquiera sobre las insoportables remuneraciones de los banqueros que fueron relanzadas con más fuerza aún.

A situación inédita, remedios inéditos. Idealmente, claro, puesto que no puede hacerse tabla rasa del pasado y que los métodos de gobernanza ya probados son aquéllos a los cuales nos atamos naturalmente. Ahora bien, en la actualidad, hay de algún modo tres regímenes de gestión colectiva de los problemas globales que están en competencia unos con otros, sin llegar a cubrir sin embargo el espectro de problemas cada vez más numerosos a los que nos vemos confrontados y sin dar a ver tampoco, en sí mismos, el comienzo de una reconstrucción de la gobernanza mundial.

Tres grandes regímenes de gobernanza transnacional

El primero de estos regímenes, por importancia y por antigüedad, es el régimen de las potencias, basado en el entendimiento de las relaciones de fuerza, o en el equilibrio de las potencias. Este régimen propicia una gestión de los problemas colectivos a través de la competencia “colaborativa” entre las grandes potencias del momento. También es lo que se denomina como el sistema “multipolar” o bien el de los “polos de potencia”. El final de la guerra fría y el surgimiento o resurgimiento de países como China, India, Brasil o Rusia han alimentado la idea de que el planeta puede ser guiado, incluso dirigido, por un pequeño grupo de países poderosos que verían en una “buena gobernanza mundial” una manera de promulgar sus intereses nacionales respectivos, haciendo avanzar al mismo tiempo la causa de la humanidad al salvaguardar el statu quo geopolítico global. Pero históricamente este tipo de régimen muy conocido presenta una enorme falla pues, invariablemente, una de las potencias del concierto de los grandes intenta, en un momento dado, invertir el statu quo en beneficio propio. Aun cuando la visión de una potencia obligatoriamente predadora nos remite a un esquema occidental alimentado por el análisis de Tucídides -esquema al cual no adherirían necesariamente los chinos o los indios, por ejemplo-, no hay más remedio que constatar que el equilibrio logrado por la potencia es a menudo precario, y privilegia a los poderosos en detrimento de los débiles.

Cabe señalar que, comparada con la visión de la hegemonía de un solo país sobre el resto del mundo -como la de Estados Unidos durante los años 1990-2000-, que nos remite al modelo imperial, esta alternativa “multipolar” parece marcar un avance con respecto al pasado reciente. Hoy en día, este régimen se organiza en torno al G8 y el G20, teniendo últimamente mayor relevancia el segundo que el primero. Por supuesto que es un progreso, pero no una revolución, pues se trata de un régimen que sigue basado en el Estado-nación, en el principio de inviolabilidad de la soberanía nacional, en una jerarquía rígida de las potencias, aun si se ampliara el círculo de los privilegiados. Por lo demás, este régimen constituye una realidad, e incluso una realidad importante cuyo alcance sería peligroso minimizar: en el siglo XXI, el mundo sigue estando regido en gran parte por las relaciones de fuerza, con todo lo bueno y lo malo que esto implica.

El segundo régimen, que designamos de manera un poco reductora como el de la “seguridad colectiva”, es mucho más nuevo. Filosóficamente, data del siglo XVIII; en lo que respecta a su aplicación, del siglo XX. Históricamente, marca un avance significativo con respecto al modelo de la caridad, primer signo de referencia mundial común que aparece después de la guerra de 1870 (Cruz Roja, Convenciones de Ginebra, etc.).

En la actualidad, como todos sabemos, es el régimen que encarna la Organización de las Naciones Unidas. Criticada a menudo, y muchas veces con razón, la ONU logró no obstante crear un dispositivo duradero de gestión de los problemas relacionados con la guerra y la paz, el desarrollo económico y, en un futuro, la seguridad del medioambiente. Este dispositivo, aun cuando sigue siendo limitado en su alcance, ha demostrado de todos modos que una gestión colectiva de los problemas del momento es posible. Con un Consejo de Seguridad permanente e inmutable, no puede decirse que se trate de un sistema verdaderamente “democrático”, pero sí más democrático que el primero.

La ONU, organismo del que se espera que resuelva un abanico de problemas cada vez mayor sin darle sin embargo los medios necesarios para hacerlo, sigue siendo una de las piedras angulares de la gobernanza mundial del futuro. A lo largo de décadas, algunas de sus falencias han sido paliadas por el fuerte ascenso de lo judicial a nivel internacional (tribunales especiales, Corte Penal Internacional).

Las insuficiencias actuales, relacionadas en parte con el hecho de que el derecho sin coacción no tiene la fuerza que debería tener, hacen pensar cotidianamente que es necesario reformar la ONU, tal como se repite constantemente en diversos ámbitos. Ahora bien, aunque la ONU haya evolucionado a lo largo de las décadas, no ha demostrado tener hasta ahora las capacidades para transformarse en profundidad. Este fenómeno tiene que ver sobre todo con la limitación inherente a los sistemas de seguridad colectiva, a saber: que existen a través de los Estados constitutivos del sistema. Estos últimos, por múltiples razones, incluyendo las complicadas relaciones entre unos y otros, impiden que haya transformaciones profundas que darían mayor amplitud a un sistema del cual ellos forman parte.

Así como la ONU se superpuso a la Sociedad de las Naciones en 1945 antes de que esta última caducara (1946), ¿veremos nacer una tercera organización global de seguridad colectiva, de algún modo un modelo de tercera generación para el siglo XXI? Por el momento nada parece indicar esa eventualidad. Será pues la ONU quien seguirá jugando el papel que le pertenece desde su fundación. Pero tendrá que evolucionar, aunque más no sea para poder mantener su rango.

Con ese propósito, hay que empezar desde ya por mejorar la organización limitando el derecho a veto, ampliando el Consejo de Seguridad, amplificando los medios de experiencia y competencia, creando un Consejo de Seguridad Económica y estableciendo una Organización Mundial para el Medioambiente. También habría que utilizar más la Asamblea General y las conferencias de consenso. En lo ideal, la ONU debería hacer adoptar una Declaración de Interdependencia regida por el principio de que la comunidad de destino llama a la proclamación del principio de intersolidaridad mundial, vale decir el reconocimiento de una diversidad basada en un espíritu de tolerancia y pluralismo, y en la organización de procesos de integración que asocien a las diversas partes involucradas que representan a los individuos, a las organizaciones que detienen los poderes, a los Estados y, de manera general, lo que se designa como la “comunidad internacional”.

El tercer modelo, el de la Unión Europea (UE), también tiene sus raíces filosóficas en la Europa del Siglo de las Luces. En su aplicación, en cambio, su energía proviene de la experiencia negativa de las tres décadas de crisis en torno a las dos guerras mundiales, así como los resortes de la paz de los acuerdos de Westfalia procedían de la (“primera”) Guerra de los Treinta Años. Ahora bien, no existe en la historia un sistema (que no sea el de la UE) que haya transformado con tanta rapidez, por un medio que no fuera la fuerza, una zona de resentimiento y guerra casi perpetua en una región de cooperación y de paz sólida, estable y duradera. En muchos aspectos, la UE desafió muchas prácticas e ideas preconcebidas sobre la política de los Estados. Demostró sobre todo que la solidaridad entre Estados y entre pueblos no es una palabra vana, puesto que supo consentir importantes esfuerzos por parte de las naciones privilegiadas para integrar en su seno a países menos favorecidos.

Sin embargo, ya puesto en jaque por la ampliación extremadamente rápida de la Unión, ¿el modelo europeo es aplicable a escala mundial? Por el momento, el paso de la Unión Europea a una unión mundial parece muy lejano. La idea de un reagrupamiento de uniones regionales tampoco parece estar próxima, sobre todo cuando la crisis financiera, el endeudamiento, el desempleo persistente y el agravamiento de las divisiones políticas y culturales hacen que la UE ya tenga mucho trabajo por delante para salir ella misma del atolladero. Pero desde un punto de vista filosófico, la idea de un gobierno mundial basado en el modelo de la Unión Europea nos reconcilia con una noción que, desde el Leviathan de Hobbes, era poco atractiva y evocaba sobre todo la idea de un Estado global omnipotente y autoritario.

Del principio de la soberanía al principio de la interdependencia

Además de una voluntad más o menos expresada de engendrar paz y estabilidad, estos tres regímenes -competidores y complementarios a la vez- tienen un punto en común: los tres se articulan en torno a la problemática del Estado y la soberanía nacional, cada uno nutriendo un enfoque particular de la noción de soberanía, ubicándola en el centro del problema o bien tratando de trascenderla de una manera u otra, planteándola como condición previa para la elaboración de un régimen de gestión internacional o transnacional (pero no supranacional). El artículo 2, 7 del capítulo 1 de la Carta de la ONU[[Ninguna disposición de esta Carta autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados, ni obligará a los Miembros a someter dichos asuntos a procedimientos de arreglo conforme a la presente Carta. ]], que retoma de algún modo la noción de inviolabilidad de la soberanía nacional de los tratados westfalianos, es ejemplar en este sentido.

Superar el principio de la soberanía -sin predicar por ello con ingenuidad el fin del Estado-nación-: allí radica el nudo del problema de la gobernanza mundial actual. Ahora bien, tal como lo señala el filósofo alemán Peter Sloterdijk, "Mientras tanto, las naciones siguen siendo entidades peligrosas, porque nadie está dispuesto allí a sacrificar las ventajas adquiridas en el interior de ese contenedor de la buena vida para adquirir protecciones de un orden superior ."[[Periódico Libération, Francia, 13 de marzo de 2010.]] El Estado-nación sigue siendo, con certeza, el actor central de la gobernanza transnacional, aun cuando a veces quede desamparado o sea ineficiente ante los problemas actuales. Su papel es vital, aunque más no sea porque sin Estado la sociedad se disgrega peligrosamente, tal como puede constatarse en algunos lugares, con desastrosos efectos para los pueblos y la comunidad internacional (caso de Somalia). Pero los países tienen que adaptarse también, imperativamente, a la mundialización. Ahora bien, vemos que esta última tiene con frecuencia el efecto de alentar a unos y otros a replegarse sobre sí mismos por miedo a perder un poco de su soberanía o de su identidad. Para ilustrar este fenómeno de repliegue, podemos constatar que las fronteras son mucho más rígidas que antes.

Por ello, si el principio de la soberanía (y su inviolabilidad) viene constituyendo el hilo conductor de las relaciones internacionales desde el siglo XVII, hoy en día es el principio de interdependencia el que debe jugar el papel de principio director para una gobernanza mundial digna de ese nombre. Y ese principio debe tener valor de norma universal. Las nuevas normas, los nuevos modos de funcionamiento y tal vez algunas nuevas formas institucionales para el futuro deben pensarse y desarrollarse a través del principio de interdependencia.

La elaboración de una gobernanza mundial articulada en torno a ese principio se traduce en la aplicación por un enfoque sistemático que pasa, necesariamente, por un trabajo de consenso. Los basamentos éticos y políticos subyacentes de una gobernanza de esa índole hay que buscarlos en un sentimiento de responsabilidad y de solidaridad de orden global, todo ello en un espíritu de pluralidad, dignidad y sustentabilidad, lo que podríamos definir como los "cinco pilares de una gobernanza mundial para el siglo XXI".

Así como los padres fundadores de los Estados Unidos de América habían reinventado la democracia implementando un sistema eficaz de contrapoderes (que por otra parte existía anteriormente en otras culturas: mapuche de Chile o iroqués por ejemplo), hoy en día tenemos que elaborar soluciones a través de un consenso lo más amplio posible, generando la adhesión necesaria para la cooperación de todos los actores. Se trata de una tarea titánica, pues hay que legitimar el ejercicio de ese poder, conformándose al mismo tiempo al ideal democrático y al ejercicio de la ciudadanía. También hay que desarrollar esos modos de gobernanza no ya en relación con formas institucionales rígidas, sino según un principio de eficacia y competencia cuyos criterios son desde ya difíciles de definir. Por sobre todo, esa nueva arquitectura debe estar en condiciones de coordinar las relaciones y cooperaciones entre los diversos tipos de actores y partes involucradas. Por último, esta gobernanza mundial debe ser compatible y complementaria con los demás niveles de gobernanza, de lo local a lo nacional y de lo regional a lo continental.

Pero la elaboración de una verdadera gobernanza mundial también pasa, necesariamente, por un replanteo de los modos de pensamiento subyacentes a la elaboración de una nueva arquitectura de la gobernanza que refleje la pluralidad del planeta. Para ello, la confrontación de los sistemas de pensamiento constituye el primer paso hacia la construcción de una gobernanza mundial. Obviamente, el problema no consiste únicamente en comparar o confrontar modos de pensamiento, sino en proyectar un pensamiento realmente pluriversal sobre el horizonte del mundo del mañana. En otras palabras, no hay que intentar solamente mundializar los conocimientos sino también, y sobre todo, como lo dice justamente Chen Lichuan : "pensar una simbiosis de civilizaciones donde lo mejor de cada civilización tenga derecho de ciudadanía y donde se trate concretamente de conciliar dos enfoques de la sociedad humana: uno basado en los derechos, el otro basado en el saber convivir, y de encontrar un equilibrio entre el espíritu colectivo, la exigencia de la comunidad y la necesidad de autonomía y libertad del individuo".


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