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Conferencias de paz

Fecha de creación

Domingo, Junio 14, 2015 - 03:20


A través de la historia, sobre todo de la historia moderna, las grandes conferencias de paz sirvieron para reorientar la arquitectura de la gobernanza internacional, ya sea a escala continental o global. A excepción de la Guerra Fría, que acabó de un modo singular sin que ninguna gran conferencia viniera a redefinir las modalidades correspondientes a la nueva geopolítica mundial, la mayoría de los conflictos desde el siglo XVII desembocaron en una reactualización de las reglas del juego internacional. Sin embargo, algunas de estas grandes conferencias, como el Congreso de Berlín de 1884 por ejemplo, no resultaron de negociaciones de paz sino que fueron más bien generadas por nuevas circunstancias geopolíticas que requerían una redefinición del papel de unos y otros en un espacio determinado (en ese preciso caso, el continente africano).

Los acuerdos de paz cuyas consecuencias fueron las más profundas fueron aquellos concluidos en el marco de la paz de Westfalia (1648), los de París (y Fontainebleau -1763-), Viena (1815), Versalles (1919) y la serie de conferencias que puso fin y que siguió a la Segunda Guerra Mundial: Yalta (1945) y Potsdam (1945), Bretton Woods (1944) y San Francisco (1945).

La paz de Westfalia, que concluyó con la Guerra de los Treinta Años, estableció nuevos parámetros en un mundo que, durante las tres décadas del conflicto, había cambiado por completo. Ratificando el surgimiento del Estado moderno, la paz westfaliana privilegió el sistema con respecto a la potencia, pues la razón de ser de los acuerdos era la de mantener el statu quo y la estabilidad dentro de ese sistema o régimen geopolítico confinado al espacio europeo. También fue allí que se preparó el terreno para un derecho internacional y se elaboró el mecanismo complejo de equilibrio de las potencias. En la base de ese régimen de gobernanza internacional europea figuraba el principio del respeto absoluto de la soberanía de los Estados, principio que aún hoy caracteriza a las relaciones internacionales, a pesar de cierto cuestionamiento que está apareciendo dentro del marco del deber de injerencia.

Pero la paz westfaliana estaba completamente fundada sobre un sistema homogéneo (regímenes monárquicos tradicionales) y cerrado (sobre Europa). A partir del momento en que se salía del espacio “westfaliano” ya ninguna regla era aplicable. Un siglo y algo después de la firma de los acuerdos de Westfalia, la Guerra de los Siete Años (1756-63) planteó el problema del espacio, y la Revolución Francesa el de la homogeneidad. La Guerra de los Siete Años, primer conflicto intercontinental, estableció nuevas reglas de “gobernanza” -reparto sería más exacto- del mundo por parte de las grandes potencias imperiales europeas. De hecho, el tratado de París ratificó la superioridad de Gran Bretaña, en particular en América del Norte, que se convirtió así en el mayor imperio universal. Francia, la otra superpotencia del momento, debió pagar el precio de sus derrotas militares en el terreno. Pero en ningún caso esos acuerdos cuestionaron los principios de la paz westfaliana de Europa.

La Revolución Francesa y luego Napoleón, en cambio, derribaron todo el sistema. Pero ya antes de la derrota de Napoleón en Waterloo, los diplomáticos se reubicaban en primera línea para restablecer el antiguo régimen. Con algunos ajustes, el Congreso de Viena retomó los grandes principios de 1648, pero la Revolución no podía ser borrada de un plumazo y los múltiples efectos de 1789 minaron la estructura del orden de Viena, fragilizado por el poco caso que los diplomáticos hicieron a las aspiraciones nacionales. Los hombres de Viena -Talleyrand, Metternich, Castlereagh- estaban en realidad mucho más preocupados por lograr a largo plazo la restauración monárquica y la del statu quo ante geopolítico. En 1884-85, la conferencia de Berlín permitió a las grandes potencias ponerse de acuerdo sobre el reparto de África y establecer las reglas de la colonización, pese a lo cual no se evitaron algunos incidentes importantes como el de Fachoda (Sudán del Sur) entre Francia e Inglaterra (1898).

En 1914 el orden westfaliano y su corolario vienés explotaron de golpe. En 1919 un nuevo orden aparece, con una Europa que retrocede y el surgimiento de nuevos actores de primer plano como Estados Unidos, Japón y luego la URSS (cuya creación formal es ulterior: 1922). El horror de la Gran Guerra y el desmoronamiento del sistema westfaliano obligan a repensar el régimen de gobernanza internacional. Impulsada por el presidente norteamericano Woodrow Wilson, se concibe una entidad de nueva índole, la Sociedad de las Naciones (SDN), con el objetivo de establecer un sistema de seguridad colectiva que supuestamente fuera más resiliente y eficaz que el sistema de equilibrio de las potencias. Pero el deseo de los países vencedores de castigar a los vencidos y la ausencia de apoyo político para la SDN van en contra de esa oportunidad de refundar el mundo. A largo plazo, los tratados de la posguerra, Versalles, Sèvres y otros, resultan catastróficos y van a generar un nuevo conflicto, de igual modo que la mala paz de Augsburgo de 1555 había preparado la futura Guerra de los Treinta Años.

Después de 1945 una serie de conferencias, cuyos principales motores son los jefes de estado soviéticos (Stalin, con Molotov) y norteamericanos (Roosevelt, Truman), redefinen el orden geopolítico según las relaciones de fuerza emergentes, estableciendo al mismo tiempo nuevos modos de gobernanza internacionales. La ONU, menos ambiciosa e independiente de lo que fuera la SDN, logra, gracias a sus limitaciones, mantenerse en forma duradera. Pero el precio a pagar por ello es un gran déficit de poder y de influencia. El sistema de seguridad colectiva de la ONU, que falla, es remplazado en los hechos por un nuevo equilibrio de las potencias, de tipo bipolar, mientras que se evita una tercera guerra mundial gracias a la amenaza nuclear que pesa de allí en más sobre el mundo y que actúa como efecto perverso positivo.

Paralelamente, en Bretton Woods (1944) en Estados Unidos, se implementaba un sistema de gobernanza de las relaciones monetarias que todavía está vigente en el siglo XXI. Europa, fuente tradicional de los grandes conflictos mundiales, es sometida por su parte a un régimen de paz duradera gracias a la integración regional (Tratado de Roma, 1957) que, más allá de sus grandes deficiencias, se arraigó de manera más o menos sólida con el tiempo, superando las crisis que pusieron a prueba su resiliencia.

Después de 1991 y la caída de la superpotencia soviética, el sistema incongruente de la Guerra Fría deja lugar a un régimen internacional difuso, pero cuyas inestabilidades crónicas y circunscritas no parecen tener un impacto significativo sobre la estabilidad global. La naturaleza particular de la Guerra Fría y la ausencia de grandes conflictos intercontinentales -se evita la escalada de violencia durante la Guerra de Corea, conflicto más importante de este período- durante y después de la misma explican que no se haya tomado ninguna medida importante para repensar la gobernanza mundial al más alto nivel después de 1991. Los Estados Unidos, único actor legítimamente posicionado para organizar un gran congreso en ese momento, estaban demasiado aferrados a la idea de que el statu quo era favorable para ellos como para iniciar un cambio radical a nivel global. Aunque ese cálculo demostró ser finalmente erróneo en las décadas siguientes -puesto que el estatus de los Estados Unidos fue erosionándose- la oportunidad de actuar enérgicamente se desvaneció con el correr del tiempo.

Sea como fuere, la post Guerra Fría constituye uno de los grandes y pocos giros históricos que no tuvo congreso de paz ni asistió a una reconfiguración formal o institucional de los modos y prácticas de gobernanza del espacio internacional. Pero como dice el dicho, Roma no se hizo en un día: la nueva gobernanza mundial irá instaurándose de a poco y, en consecuencia, tal vez de un modo más inteligente y sostenible que si sus bases se sentaran en unos pocos minutos.